sábado, 14 de febrero de 2009

Un viejo desconocido

Cada noche, a la misma hora, un buzón se abre y cierra. La fricción del metal grita de angustia. Cada noche; a eso de las diez. Nadie ve quién busca correspondencia en ese viejo buzón.

El culpable del escándalo no es más que un hombre que no se deja ver. Un hombre invisible, que pasea entre la gente con la altanería y la distancia de quien se sabe invulnerable, que alardea de su condición anónima y saborea su propia mentira. Un hombre que tacha su nombre con tinta azul, indeleble, mientras padece la perplejidad ajena con cierta satisfacción. Parece cómodo esconderse en ropa de personajes que sólo existen en su imaginación, hablar palabras que jamás saldrían de su boca.

Pero dicen, aquellos que creen haberle visto alguna vez, que cada noche tira piedras a su propia ventana. Que grita su nombre y se busca por los callejones, entre los tejados, en los contenedores. Dicen que todos los días se escribe cartas a sí mismo y que nunca obtiene su respuesta. Que no cesa en el intento y que desespera. Que busca cada día en su buzón vacío, sus manos transparentes tintándolo todo de azul.

Cuentan también que, si se mira en el espejo, él tampoco puede verse. Que por mucho que mueva sus extremidades o haga muecas, su reflejo sigue ausente. Y es que nada ni nadie le devuelve la mirada cuando se busca en un espejo. Quizás, simplemente, no estaba preparado para ser invisible también ante sus ojos. Por eso los días se le escapan, y sus dedos invisibles no pueden aferrarse a nada que no sean esas incesables cartas a un destinatario sin nombre ni apariencia.

Por el día, disfruta de la hazaña de verse irreconocible ante los ojos ajenos, camuflando su secreto con el buzón. Ocultando el desasosiego que cada noche le produce mandar cartas a un verdadero desconocido.