jueves, 30 de abril de 2009

Realista

Una vez, un amigo suyo que doblaba su edad –o quizás la triplicase-, le dijo:

-Escribir un libro de fantasía, un mal libro de fantasía, es sorprendentemente fácil. Te metes en un embrollo, sitúas a tus personajes al borde de la muerte y ¡zás! –chasqueó los dedos-. Aparece un dragón, o un ejército de elfos y los salvan a todos.

Se le escapó una sonrisa y bebió de su copa, acomodándose en su silla.

-Muchas veces –continuó él, pinchando tres aceitunas con un único palillo-, muchas veces nos dejamos llevar, ¿sabes? Escribimos y escribimos sin pensar y para cuando nos damos cuenta, es imposible sacar a los personajes de ahí y que resulte creíble. Pero eso, chica... eso en la novela fantástica no pasa. A nadie le importa si es creíble o no. Si metes a un híbrido entre elefante y hada y además consigues que saque fuego por la boca, les va a importar un comino si la actitud de tus personajes responde a la normalidad.

Ella llevaba ya un tiempo observando las arrugas en la frente de su amigo. Su pelo cano, dibujando la sombra de sus orejas. Comía las aceitunas como si no hubiera nada detrás, como si tuviese todo el tiempo del mundo. Masticando despacio, con la vista puesta en el palillo y en el platito de variantes, planeando un próximo movimiento.

-¿Y qué ocurre con la novela realista? –se le ocurrió preguntar.

Él se detuvo. Arqueó sus cejas y se inclinó hacia la mesa.

-¿Te refieres a qué ocurre si se te va la mano en una novela realista?

Asintió con vehemencia y curiosidad. Con la extraña sensación de que ya conocía la respuesta, pero ansiando escuchar algo distinto.

-Pues ocurre lo que tiene que ocurrir –finalizó, tras un rato de silencio jugando con las servilletas de papel-. Eso es lo malo.

Ella parpadeó un par de veces, con la vista fija esta vez en la mesa que los separaba, masticando sus palabras, tratando de comprenderlas.

-No entiendo –confesó al fin, rendida.

-Es sencillo. La novela realista es eso, realista –explicó, y tosió frenético al atragantarse con una aceituna. Tomó aire, abanicándose con la servilleta usada. Prosiguió-. Si encierras a tu personaje con un par de secuestradores que pretenden matarle, no puedes esperar que se salve de ellos a lo Indiana Jones. ¿Me sigues? No puedes, no es natural. No al menos si quieres que la gente lo vea creíble.

Creíble. Normal. Realista. ¿Natural?
Las palabras pesaban en su cabeza y carecían de sentido. Todo se mezclaba en un torbellino de estupideces y sintió que a ella también se le atragantaban las aceitunas. Se dejó caer despacio, sorprendida ante la cantidad de cosas que no lograba comprender.

-¿Y por qué el hecho de haya quien pueda querer matar al personaje es natural? O realista. ¡O normal!

Se acabaron los variantes. Él la miró con cierta condescendencia. Era escritor, a fin de cuentas, y ella sólo era una chica con demasiadas preguntas. Explicárselas todas era inviable. Dejarle en blanco era cruel.

-La novela realista –concluyó al fin, llamando la atención de un camarero para pedirle la cuenta-, responde a la realidad. Eso es todo. Buscarle la lógica a sus argumentos supone buscarle la lógica a la vida.

No se quedó satisfecha. Tamborileó con sus dedos en la mesa y masculló para sus adentros:

-Veo más lógica la aparición de un ejército de elfos.

El escritor sonrió, sus dientes coronando una sonrisa cansada.

-Y probablemente lo sea. Pero la novela realista no va de naturalidad, ni muchísimo menos de lógica –dijo-. Va de la vida. Por eso, a veces, es tan absurda.

Apuró la copa antes de levantarse. Él llevaba una pluma en el bolsillo de su chaqueta. Ella, una libreta en su bolso.

De repente, se cuestionaba por qué quería escribir.

lunes, 27 de abril de 2009

El gato

Estando de viaje, me encontré en las escaleras de un hotel a un gato que asomaba su hocico de entre los arbustos. Me gustan los gatos, así que mi deseo de acariciarle superó mi miedo a un arañazo. Me agaché, y aguardé de cuclillas a que el animalito se atreviera a acercarse. Por experiencia, diré que acercarse a un gato no es una buena idea –siempre huyen-. En cambio yo fui paciente. Esperé un buen rato, silbando despacio y con mi mano tendida, moviendo los dedos. Debió de tentarle, porque poco a poco se acercó olfateando el aire hasta llegar a mi mano. Comprendió al instante que no tenía comida.
Me miró y, en lugar de alejarse de mí, acarició mis dedos con su cabeza. Algo se movió por dentro, ya en ese preciso momento en que el gato –un ser supuestamente no racional-, pidió cariño de una desconocida. Alguien que, para más INRI, ni siquiera es de su especie.
Acaricié sus orejitas durante un buen tiempo, disfrutando de un tímido ronroneo que se dejaba oír bajo el bullicio de la ciudad. Alzaba su cabecita, con los ojos cerrados, en busca de más. Pero yo tenía que irme y, con una sensación extraña, tuve que detener sus mimos.
Me alejé despacio, para que no se asustara, y el pobre bicho se quedó mirándome como si no entendiera. A fin de cuentas, era comprensible su desconcierto. Yo había sido especialmente persistente para conseguir su atención y, una vez que había conseguido derruir su desconfianza animal, lo dejaba abandonado en medio de la calle.
Me marché, pero caminé mirando hacia atrás, con la vista puesta en sus movimientos. El gato no regresaba a su arbusto, sino que permanecía en medio del gentío, a pocos pasos de la carretera y completamente expuesto a la gente que caminaba sin prestarle atención. Le vi, incluso, acercarse a sus piernas en busca de esas caricias que yo le había ofrecido.
Aún hoy no logro comprender por qué me alejé con un nudo en la garganta. Y menos aún por qué no consigo sacarme de la cabeza mi encuentro con el gato. Quizás fuese culpabilidad, por hacerle salir de su escondite y dejarle expuesto. Quizás fuese por sentirme egoísta al pensar que, por unos minutos de cariño a ese animal claramente abandonado, iba a solucionar algo en su vida.
O quizás porque, en el fondo, yo también he sido ese gato perdido en medio de una calle llena de gente que no mira el suelo; y tenía unas irrefrenables ganas de abrazarlo y llevármelo conmigo.

Sea como sea, he necesitado describirlo para quitarme esta sensación tan espantosa. No pretendo darle más vueltas de las que merece. No es ni el primer ni el último animal abandonado que me topo por el camino, y no tiene sentido torturarse pensando en qué será de él.
Sólo puedo añadir que tenía una mirada preciosa.

El marcapáginas

Este marcapáginas que ha comenzado a hablar hoy es el mío. Poco nuevo tiene que añadir, quizás, pues no conoce más que el débil criterio de una persona que apenas comienza a leer. Pero es mi marcapáginas, al fin y al cabo; y, revoltoso en mi estantería, pide a gritos un poco de protagonismo en este mundo de plumas.
Y, en fin, ¿quién soy yo para decirle que no?

(...) http://el-marcapaginas.blogspot.com Un blog sobre literatura, que empecé ayer. Veremos a dónde me lleva. De momento, ilusión hay -y mucha-. Críticas de libros, acontecimientos, etc. Todo lo que se me ponga al alcance.

:D y sí, esto es autopublicidad o algo así, pero por algo se empieza...

martes, 21 de abril de 2009

Hora de despertar

Se despierta como cada mañana. Aprieta sus párpados negando a sus ojos la luz de un nuevo día. Mientras, sus pequeñas manos se estiran bajo las sábanas.
El aire huele ya a café, a tostadas con un poco de mantequilla (sin mermelada, para poder untarla en la leche), a ventana que se ha quedado abierta y a lluvia fría.
Sabe lo que le espera cuando abra los ojos, así que deja que los últimos resquicios de un sueño a medio terminar se fundan en su boca dejando un regusto amargo.
Cuando abra los ojos, piensa, sonreirá feliz. Recordando que lo tiene todo a su alcance y que todo está bien. Recordando que todo es como debería ser, como siempre ha sido. Saboreando esos pequeños momentos que sabe que puede tener, e ignorando lo que debe ser ignorado.
Cuando abra los ojos, piensa de nuevo, todo irá bien. Esa pesadez en la boca de su estómago desaparecerá. No recordará, ni deseará, ese beso que imaginó. Ni ese futuro que por un momento deseó. Olvidará el vestido que soñó que llevaba, sus tirabuzones cosquilleando en su cuello. Olvidará esa sensación.
Cuando abra los ojos, recordará que así y sólo así es libre. Libre como un pájaro. Libre como un pájaro que jamás ha batido sus alas y, un día, alguien decide que por tener la jaula abierta ya puede emprender el vuelo.
Libre como un pájaro que ni siquiera sabe que puede volar.

Su mano recorre a tientas su mesilla en busca del velo, aún sin abrir los ojos. Sus dedos palpan la tela.
Es hora de despertar.

jueves, 16 de abril de 2009

Mi frenesí

Calderón de la Barca dijo que era un sueño. Y un frenesí, y una ilusión. Shakespeare –y que me perdone la literatura inglesa, pero prefiero al primero sin ninguna duda-, dijo que era “un cuento contado por un idiota. Lleno de ruido y furia, que no significa nada”. Otros, que es un camino. Otros, un valle de lágrimas.

Y si de algo me doy cuenta releyendo todas estas contradictorias citas es de que nadie tiene ni pajolera idea de qué estamos haciendo aquí. Ni Shakespeare, ni Calderón, ni Moliere, ni Platón. Ni yo. Ni tú, probablemente, que me lees desde una pantalla con la mirada cansada de escuchar otra vacía reflexión existencial. Y pese a que se nos avisa en todas partes del sinsentido de todo, unos y otros perdemos nuestro tiempo en intentar encontrar la clave que explique nuestra existencia.

No sé si verlo como algo positivo. Quizás lo mágico del asunto no sea el objetivo de encontrar las respuestas sino el incesante deseo humano de hacerse preguntas. Tal vez. Aunque a lo mejor seríamos más felices si pensásemos “pues vivo, y punto”.

Pero aún así, como decía, nadie sabe nada y todos sabemos lo mismo. Ninguno llegó a abarcar, probablemente, ni una milésima parte de lo que supone vivir y yo, desde este joven teclado, soy plenamente consciente de que nunca lograré comprenderlo. Jamás. Y que no, que probablemente la vida no sea un sueño. Ni un frenesí. Ni un valle de lágrimas. Ni haya nada después, ni tenga un destino escrito, ni sea la reencarnación de un caracol. Ni sea una ilusión ni un cuento.

Pero sé lo que es mi vida hoy. Ahora. En este preciso instante en el que –según Hume y otros fatalistas de su estilo-, no puedo asegurar que dentro de tres segundos no vaya a acabarse el mundo. En este efímero, pequeñito y tonto instante en el que escribo. Sé lo que tengo. Sé lo que hay.

Y que me escuchen los filósofos, a mí, que no tengo absolutamente nada que decir. Porque aunque sea un cuento lleno de furia, sea un sueño, un valle de lágrimas, una copia de un mundo de ideas o una madriguera de conejos, estoy convencida de que merece la pena vivir.

Y eso me basta.

domingo, 12 de abril de 2009

Sólo cerveza


-Hoy he tenido un sueño.
El chico giró su cabeza y la miró.
-Cuéntamelo.
-Me faltaba una zapatilla -explicó ella, con sus piernas colgando al otro lado de la muralla-. Iba por la calle y sólo llevaba una.
-¿Durante todo el sueño?
-Sí.
-Vamos, como Cenicienta -se burló, antes de pegarle un buen trago a su lata de cerveza-. Lees demasiado.
-No como Cenicienta, idiota. Llevaba zapatillas, nada de tacones de cristal.
Él dejó la lata en medio de los dos, sobre la piedra, con la vista fija en lo que podía adivinarse de la ciudad. Tenía sentido; ella nunca se habría calzado unos tacones. Aunque nunca últimamente se antojaba una palabra carente de lógica, y ya no se atrevía a asegurar nada en absoluto.
-Pues vaya mierda de sueño -sentenció.
Vaya mierda. Sí. Y vaya mierda de día sin nubes, sin noches de tormenta con alcohol en la cabeza y manos por todas partes. Vaya mierda de botones que no se desabrochaban con urgencia. Vaya mierda de día seco y alegre, con sus manos demasiado separadas y con la única esperanza de un "¿recuerdas eso de...?" que nunca llegaba.
Vaya mierda, repitió por dentro. Y tuvo que contenerse para no escribirlo también en la piedra.
-Qué más da -dijo ella y, con un último sorbo, acabó con la lata compartida-, sólo fue un sueño.


jueves, 9 de abril de 2009

...

Hay algo de mágico en ese ritual. En ese momento en el que me acuesto en mi cama y, tapada por mis mantas, alzo el brazo hasta dar con un libro. Justo en ese instante en el que todo desaparece, mis extremidades pesan y me dejo mecer por la quietud de mi soledad, por el electrizante contacto de mi piel con el papel. No es más que un poco de tinta y, sin embargo, podría ser comparable con una droga. Suelo asociarlo con la cafeína: me despierta, me aporta la fuerza que necesito para enfrentarme a salir fuera y ver la vida desde una perspectiva distinta. Sin ella, me hundo en el sopor.
A veces, ni siquiera eso basta. Como todas las drogas, llega un momento en que la dosis resulta insuficiente y el adicto palpa la estantería con manos temblorosas en busca de algo más, hasta dar con una libreta y un bolígrafo. Es entonces cuando descubre que no hace falta tinta para que una historia viva en su cabeza, cuando se da cuenta de que la fantasía nace más allá de nuestros ojos. No busca las historias; ellas le buscan a él. Y cuando le encuentran, los personajes nacen y dan patadas dentro de él, gritan, estremecen sus oídos y la situación se torna tan insostenible que necesita desahogarse con papel y tinta.
Nunca muero por esta clase de sobredosis. Jamás resulta suficiente.

5/1o/2oo8

domingo, 5 de abril de 2009

Humo

Ordenaba tímidas migajas que asomaban de entre ceniceros. Las escondía tras sus mangas, cuando no la miraban. Desechaba aquellas inservibles y, las otras, al llegar a su buhardilla, las guardaba en un calcetín bajo la almohada; como cualquier otra chica habría guardado sus joyas más preciadas.
No eran más que colillas, muestras desgastadas que otros labios ya habían sabido degustar, pero las coleccionaba a escondidas con el corazón martilleando su pecho.

De noche, aprovechaba el tenue palpitar de la llama de una vela para así esconder su fechoría. Se sumergía en sus sábanas y, con manos temblorosas, sacaba su tesoro del viejo calcetín. Las observaba, despacio. Las tocaba. Las acercaba a su nariz y las olía.
A veces, incluso, se las llevaba a la boca y cerraba los ojos. Le gustaba imaginar quién podría haber besado ese cigarro.
Imaginaba a esas señoras elegantes de la cafetería, a esos chicos felices que, una vez fumado, tiraban el cigarrillo al suelo y lo aplastaban con sus zapatillas. Imaginaba a ese hombre, al de la barra, ese que bebía tanto y hablaba tan poco. Los imaginaba e imitaba y, en ocasiones se dejaba llevar por la fantasía y se veía a sí misma. Ella, en la cafetería, con su propio mechero, dejándose llevar por el aroma del tabaco.
Acercaba su boca a la llama de la vela, con el sigilo de quien sabe que debería sentirse culpable. Esperaba unos segundos a que prendiera el cigarro, pero terminaba apartándose asustada antes de que ocurriera. Apagaba la vela deprisa y se acostaba con el corazón en un puño.

Pero un día lo hizo. Convencida de que ya no era una niña, envalentonada ante la angustiosa impresión de que los días se le escapaban y que ya era hora de probar algo. De sentir que existía algo más. De probar de una vez a qué sabía un cigarrillo.
Esperó lo suficiente frente a la llama, mientras su mente volaba escapando de su cama. Aspiró y el humo abrasó su garganta.
Pero quemó sus ilusiones al comprender que el cigarro no sabía a labios, ni a bares, ni a alcohol de ese que cura las penas a los hombres de chaqueta. Sabía a humo. Humo que prendía en llamas su interior y se esfumaba tan pronto como había venido. Incorpóreo. Doloroso. Sabía... sabía... sabía a domingo, a fuego, a tabaco. A tabaco y nada más.
Tosió con fuerza, escondió el calcetín bajo el somier y sopló sobre la vela.
"Fumar no es cosa de niñas", murmuró encontrando el sueño, con la nariz hundida en la almohada. "Y soñar tampoco"