jueves, 9 de julio de 2009

La felicidad

Poco puedo decir acerca de la felicidad. Uno nunca sabe si realmente la ha experimentado, o si ha pasado su vida con meros atisbos de alegría sin llegar a conocerla. De todas formas, si se para uno a pensarlo, ni siquiera sabe si realmente puede unificarse un concepto tan abstracto y subjetivo como ese.
No pretendo hablar de ella como si la entendiera. Ni como si la persiguiera. Ni siquiera como si la hubiese encontrado. Sólo diré que las calles de Pamplona, esta mañana, la han dibujado en sus aceras.
No hacía frío, cuando he salido de la estación. No mucho, para lo que es esta ciudad; y me he permitido el lujo de quitarme el jersey rojo y anudármelo al cuello. Y me ha dado por caminar. Caminar y caminar y caminar. Mirando al suelo.
Cuando el mundo pesa, parece más sencillo entretener la vista contando manchas de chicles allá donde pasas, escrutar tus zapatillas sucias y pensar que –menos mal- en casa espera una tarrina de helado de frutas del bosque.
Pero a veces ocurren cosas. A veces escuchas a un niño llamar a gritos a su perro, diciendo “¡Dama, ven aquí!”, y cuando ves al perro descubres que sí, que es clavado al perro de La dama y el vagabundo. Y te ríes.
Y a veces, si tienes suerte, te encuentras con unos aspersores en pleno funcionamiento y ves, no uno ni dos, sino tres arcoiris en plena calle. Y alzas un poco la vista.
Y a veces, si tienes más suerte todavía, encuentras en tu camino a esa mujer que duerme sobre cartones y que día tras día ves en el mismo lugar pidiendo dinero. Y detienes tu marcha cuando te das cuenta de que llevas un billete en el bolsillo que no sabes cómo ha llegado allí, así que te acercas y se lo das, con una frase estúpida. Con un “ten un buen día, es San Fermín”.
Y todo gira. Todo. Tu concepto de la felicidad si es que lo tenías. Tus prejuicios, tus preocupaciones, tus agobios, tu cansancio, el dolor de tus piernas y el nudo en el estómago. Porque a veces, cuando tienes mucha mucha suerte, una mujer como ella te coge la mano, te mira a los ojos y te dice gracias. Te besa la palma de la mano, obligándote a agacharte y te sonríe sin dejar de repetir gracias una y otra vez.
Le lloran los ojos y a ti, inexplicablemente, también.
Te marchas y piensas que sólo eran cinco euros. Y sigues caminando, pero incluso la hierba se percibe más verde. Y los hombros pesan menos. Y te das cuenta de que te sientes satisfecha de haber pagado cinco euros por ver una sonrisa tan bonita.

Es complicado. Meditar, intentar comprender. Resignarse a lo que hay. Pesa y no entra en tu cabeza.
Pero hay momentos como ese. Y, sinceramente, no tengo ni idea de si una sonrisa vale sólo cinco euros, ni si un beso vale quince céntimos, ni si la felicidad se puede conseguir a base de Häagen Dazs –aunque lo veo altamente probable-. Pero sé que la mera búsqueda de un atisbo de ella convierte el camino en algo mucho más agradable.
Mucho más llevadero.

Merece la pena.
El helado me espera.