domingo, 28 de septiembre de 2008

Va de masas

Intentando averiguar una buena forma de comenzar esta entrada, he pensado en caer en el tópico de introducir una frase de esas, un “en esta vida hay dos tipos de personas:...”, con su consiguiente desarrollo. Queda bien, esa frase. Uno la pone y se siente erudito. Como diciendo “eh, que yo en mi tiempo libre pienso en estas cosas”. Sí, no hay duda, da un aire intelectual al que lo usa. Habría estado bien, pero luego he pensado que para poder escribirla yo, tenía que rizar demasiado el rizo. Y no, no es cuestión.
Porque es que para mí, no hay dos tipos de personas. Hay más. Muchos más. Quizás seis, quizás seiscientos. No lo sé. Sólo sé lo que las delimita.
Aquello que miran cuando van caminando.
Unos miran hacia el fondo. Esos son los que más me gustan. Se puede mirarlos fijamente, intentando buscar en el reflejo de sus pupilas qué es aquello que les pierde, pero nunca se llega a comprender qué es lo que es. Andan simplemente volando, dibujando la ciudad, flotando sin ningún destino, con la mirada en ninguna parte. A veces creo que no ven, que sólo imaginan. Que repasan la lista de la compra, recuerdan su última conversación con su novia, inventan un final alternativo para ese libro que acaban de leer, piensan en una buena estrategia para no volver a casa... no lo sé. Nunca se sabe lo que puede pasar por sus cabecitas, y es precisamente eso lo que los hace intrigantes, lo que me obliga a escrutar sus ojos en busca de una respuesta.
Otros no despiertan tanto mi atención. Gente que mira escaparates, gente que mira el suelo como si anduviera buscando una piedra que pudiera hacerles caer, gente que mira un plano del metro, gente que mira a su compañero de andares, gente que mira su reloj y acelera el paso, gente con mirada segura, gente con mirada triste, gente con mirada inquieta. Gente, gente, gente. Gente por todas partes. Seis. Seiscientos. Mil seiscientos seis tipos de personas, quizás.

Y ahí es donde uno se encuentra, analizando vidas ajenas, perdido entre miradas que se disparan de un lado a otro y se esquivan. Miradas que pasan rápido y hacen pensar. Es entonces cuando te sientes parte de un todo, en el mejor de los casos. Parte de una masa alienada, si queremos ir más allá y adentrarnos en el terreno más puramente matrix. Hace plantearse cosas. Dan ganas de probar y vestirse diferente, a ver si así todas las miradas –también la de esos que parecen no mirar- van a parar a ti. O eso o camuflarse entre la gente, dejarse llevar, fluir y sonreír con la certeza de que nadie preguntará. O de gritar de frustración. Sí, frustración. Frustración de no poder meterte en la cabeza que existan tantas vidas paralelas, que haya una historia para cada una de las personas que ves por la calle. Que verdaderamente existan. Que haya tantos millones de personas en el mundo y que tú sólo seas una de ellas.

Pero entonces ocurre.
Sí, justo en ese momento en el que casi te has convencido de que eres una motita de polvo en medio de Gran Vía. Justo entonces un par de ojos chocan con los tuyos. Alguien caminando en el sentido contrario. Otro, al parecer, de tu mismo tipo de persona, de ese que “mira miradas ajenas”. Él te escruta, te analiza, te busca. Dura menos de dos segundos, pero durante ese efímero instante, te encuentras. Te ves en una realidad paralela, comprendido. Perdido, pero perdido con mucha gente.
Luego baja la mirada, sigue a lo suyo. En cuatro pasos lo has perdido de vista, y eres plenamente consciente de que no volverás a cruzarte con él. Aunque siempre queda la duda de si serás capaz de reconocerlo si volvieras a verlo, de si volverías a toparte con esos dos ojos curiosos como los tuyos, de si te reconocería. No lo sabes. No lo sabes pero no importa.

Yo miro a la gente.
Me gusta. Me gusta Gran Vía. Me gusta la gente. Me gusta ver tantos pies distintos si observo el suelo. Me gustan los mil seiscientos seis tipos de personas y encontrar de vez en cuando el mío, perdido por las calles de la ciudad. Así que, sin más dilaciones, emprendo la marcha y dejo de darle vueltas al tarro.
Y sonrío, claro que sí.
Al fin y al cabo, sé que a nadie va a sorprenderle mi sonrisa.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

En un mundo de teclados

Es paradójico crear un blog y relacionarlo con la tinta.
Si Shakespeare, Molière, Calderón de la Barca, o cualquier otro gran maestro de la pluma, viera la frialdad con la que ahora escribimos, probablemente se llevaría las manos a la cabeza. O nos arrojaría un tintero a la nuestra, a lo mejor.
No es lo mismo, claro está. Tal vez sea por eso que ya no encontramos esas obras maestras de la literatura en la actualidad. Me paro a pensarlo, de vez en cuando. Antes el oficio del escritor tenía una magia de la que ahora carecemos. Ese momento, creo yo, ese en el que Shakespeare se mordía el labio, suspiraba y hundía con delicadeza la pluma en su tintero. Debió de ser ahí, viendo como su pluma se empapaba, escuchando el pausado goteo dentro del frasco, cuando Hamlet dijo “to be or not to be”. Quizás abrió los ojos de golpe, iluminado, y pegó tal brinco que manchó toda la mesa con el desastre de su pluma. Pero lo escribió, aunque fuera mil veces y con diez tachones por línea. Si algo está claro es que cuando los grandes se inspiraron, sus dedos manchados olían a tinta.
Hoy no. Sabemos, sin embargo que queda algún bohemio, que decide escribir a mano todo lo que luego va a pasar a máquina. Pero son pocos, e igualmente, terminamos todos cayendo en el hastío y recurriendo al recurso más rápido.
Nótese, por cierto, la cursiva en máquina, que siempre me divierte la típica frase de “pasar las cosas a máquina”. No, no nos engañemos. No pasamos las cosas a máquina. Las hacemos en el ordenador. Incluso la máquina tenía más magia que ahora. Con su característico sonido al teclear; martilleante, desquiciante. Mágico, como digo, a fin de cuentas.
Ni eso, conservamos hoy. Los teclados son suaves y cómodos, y no es el papel escrito lo que aparece ante nuestros ojos sino una pantalla blanca, fría, sobria. Y tenemos tal cinismo que nos molestamos en engañar al ojo con un rectángulo que pretende ser un folio. “Vista de impresión”, lo llaman. Curioso.
Pues bien, yo miro la pantalla. Miro, sí. Intento tocarla con mis dedos, pero no se empapan de tinta, ni las palabras se emborronan con el sudor de mi piel. No lo reconozco como mío, no siento que yo lo cree, no lo siento parte de mí. No es tinta, ni papel, lo que llega a mis sentidos cuando huelo el aire. Y no me duele el dedo índice por sujetar la pluma.
Me duele la vista, más bien. Y las dos manos –de ahí que diga ahí arriba que tengo las dos manos manchadas de tinta-. Tinta indeleble. Tinta fría.

Tinta invisible es lo que os dejo, lo que empiezo hoy. Delirios de una pluma sujetada con dos manos.
No huele, no sabe. Pero supongo que es lo que hay.