domingo, 21 de diciembre de 2008

La niña de la piel traslúcida

Enfrentada contra el folio en blanco, esa niña de piel traslúcida envidia la verborrea de sus vecinos. De esos compradores de palabras que las exponen luego como monos de feria. Admira la increíble facilidad con la que trenzan sílabas y se las arreglan para moldearlas a su antojo, creando formas imposibles. Esa niña de piel traslúcida acerca sus dedos a las letras con el temor de quemarse y comprenderse demasiado. Utiliza un par de vocales y desiste en el intento de crear algo coherente. Tiene demasiados pájaros en la cabeza, o eso dicen. Sabe que ese no es el problema, pero lo acepta sin rechistar porque no sabe dar una respuesta mejor. A fin de cuentas, hace tiempo que ya no sabe dibujar.
Sabe que la metáfora no es más que una venda que oculta verdades a los ojos que no están preparados para descubrir. La ve constantemente, la inspecciona y trata de descifrarla en folios ajenos, pero todo cuanto descubre es que no comprende nada. Se frustra, nada en nubes grises y se pierde por calles atestadas de falsos filósofos con demasiadas historias que contar. Recorre la ciudad, de tejado en tejado, compra palabras a precios ridículos y las confecciona con cierta ilusión.
Pero las letras estiran la tela de la venda. La desgarran y permiten que sus ojos escépticos atinen a descubrir formas dibujadas a carboncillo. La luz que se filtra araña sus párpados y deja un regusto amargo en su boca. Se enfada, arruga el folio, aprieta su venda y escupe las palabras para lanzarlas lejos, muy lejos, donde no puedan alcanzarla.
Aunque sirve de poco. Sus labios saben a tinta, y es un sabor ácido e indeleble. Su garganta ansía un bálsamo, y ella responde con un garabato torpe.
La niña de piel traslúcida no sabe dibujar palabras.

martes, 9 de diciembre de 2008

Otra noche más...

Otra noche más revolviendo en la basura.
Resultas patético, ¿lo sabías? De madrugada, con tu camisa empapada apestando a alcohol, tus brazos metidos hasta los codos en las profundidades del contenedor. Incluso el gato raquítico que mordisquea tus cordones se reiría de ti si supiera lo que buscas. Tú mismo sentirías lástima si pronunciases en voz alta que andas persiguiendo a tu corazón en la basura. Aunque claro, estás demasiado borracho como para hablar, y demasiado vacío como para sentir nada.
Se veía venir. Sí, se veía venir, por mucho que tú quisieras creer lo contrario. Te dejaste absorber por el balsámico sueño del alcohol, por un par de ojos que sonreían mientras tú bailabas, por la calidez de sus brazos. Te quedaste con su ropa, y ella con tu corazón en su mesilla de noche. Al fin y al cabo, tú se lo entregaste.

Siempre lo haces. Cada maldita noche.
¿Por qué, imbécil? Joder. Debiste haber aprendido la lección el día en que te dijeron que la magia no existe. No tenías por qué seguir llenando tu corazón de falsas esperanzas para ahogarlo después en el fondo de una botella.
Primero, aquella estúpida ilusión por volar en un avión de papel y tinta. Te creías diferente, ¿no? Un visionario. Entregaste sudor y sangre a cambio de una utopía, y conociste a tu obsesión etílica perdido entre folios arrugados. Luego vinieron ellas. Una a una, prometiendo calor con sus sonrisas. Misma historia, mismo resultado. Una y otra vez. Musas para novelas que jamás escribirías.

Buscar inspiración en la barra de un bar es el principio del fin. Te lo dijeron, ¿recuerdas? Qué más da. A ti todo eso te daba igual. No escuchaste a nadie, porque nadie compartía tu sueño por volar.
Pero mírate ahora, “viajero”. Estás tan perdido que ni siquiera me encuentras. ¿No me ves? Estoy aquí, justo al lado del gato. Sucio y manchado, cansado de tanto nadar en alcohol y basura.
¿Por qué vienes a buscarme? No te engañes, no vuelvo para quedarme. Mañana me adormecerás en el consuelo de una falsa promesa, y volverás a sumergirme en un vaso de cristal. Eres tan infantil que ya ni me creo tus excusas.
Disfruta de la noche. La chica no volverá.
Feliz borrachera, iluso.

16/11/08

jueves, 13 de noviembre de 2008

¿Subes?

Esta mañana, cuando mis ojos aún escocían al enfrentarse a los primeros rayos de sol, he mirado a la ventana y la he visto. Ahí estaba, otra vez. Entre las líneas de mis pestañas, he visto sus bracitos ascendiendo con energía la altura de la cuerda.
No es la primera vez que veo a esa niña. Sus manos se aferran con fuerza cada día para subir y subir, alto y cada vez más alto, hacia un destino que todavía no alcanzo a ver. Suelo asomarme por el balcón, tuerzo la cabeza e intento vislumbrarlo, pero la cuerda sigue más allá de las nubes, la visión es borrosa, y si me inclino demasiado pierdo el equilibrio y caigo.

Ella sigue subiendo. Cada día, lo supongo. Los vecinos lo comentan. Aunque yo sólo puedo verla de vez en cuando. A veces se para a descansar, se balancea, mira a todos desde las alturas y nos saca la lengua, burlona. A veces ríe y sus mejillas se vuelven rojas; a veces contagia. A veces los vecinos la envidian. A veces siento vértigo y le advierto de que va a caerse, aunque rara vez me hace caso.
Otras veces la veo subir tan rápido que creo perderla de vista. Y sí; es entonces cuando dejo de verla.
Hay momentos, lo confieso, en los que juraría que ella no existe.

Anoche pensé que la niña se había caído. Que había sido engañada y nada sujetaba la cuerda más allá de las nubes. Me asusté por un momento, salí al balcón y la llamé. Nadie contestaba y creí que esa era suficiente respuesta.
Con pocas ganas de compadecerme de una desconocida, me dormí.

Pero esta mañana estaba allí. Con una sonrisa en sus labios de niña, subiendo la cuerda con gracilidad y entusiasmo. No miraba atrás hacia los vecinos, ni vacilaba en sus movimientos. Sólo subía. Subía y sonreía.
Yo la he mirado desde la ventana, asombrada, y he tomado entre mis manos el final de su cuerda, presa de la curiosidad. No parecía en absoluto estable, no había garantías, podría romperse en cualquier momento. Pero la niña cada día se sostenía a ella con la seguridad de no haberse caído nunca, ni aún con sus más disparatadas piruetas.
Su cabeza se giró para mirarme desde las alturas. Yo le devolví la mirada, la distinguí entre las nubes y ella sonrió aún más.
-¿Subes?

martes, 21 de octubre de 2008

Gris

Luna gris.
Amarilla.
Sí. Amarilla pero gris. O gris el cielo. O grises sus pupilas. O grises sus sonrisas cuando escuchan esos dedos rasgar las cuerdas de la guitarra.
Algo se rompe, cuando esa melodía comienza a brotar y hace eco en unas paredes frías. No habla de libertad, esa voz que suena cristalina en medio de una noche gris y amarilla. No habla de lucha, ni de dolor. No habla de ese cielo negro que lo absorbe todo, donde sólo se adivinan las sombras de siete chicos sentados en el suelo.
Habla de amor. De tonterías. De carcajadas.
Sonrisa blanca.
Gris.
Sí. Gris pero blanca. O blanca la noche. O blanca la luna que se esconde tras las nubes. Blanca la luna que pueden ver sin los ojos. Blanco el sabor a vida de la canción.

viernes, 3 de octubre de 2008

Crisis... ¿generacional?

Me saca de mis casillas. Me aburre, ya, el discurso anciano tan repetido, esa parafernalia de que toda juventud pasada fue mejor. No es más que el consuelo hipócrita de quien se ha quedado atrapado y no avanza, de todos esos que decidieron no salir de la botella por miedo a atascarse en el cuello. Es fácil pensar, desde esa posición tan ridícula, que el mundo es de un patético color verde.
Sea como sea, la juventud hace oídos sordos. Y bien que hace.
Porque efectivamente no hemos vivido una guerra en condiciones, no. No podremos relatar desde nuestras mecedoras el merecido fin de una dictadura, ni tampoco podremos llegar a escuchar el rock de verdad. Por no poder, no podremos ni hablar del escándalo del destape. ¿Qué va a contar a sus nietos, esta generación? O mejor aún, agarrémonos a las sillas: ¿tendrá nietos esta generación mileurista que a duras penas va a poder dar con sus huesos en una comuna hippie?
Dios dirá, o Alá dirá, o vete tú a saber quién lo dirá. Quizás haya quien vea la crisis con un cierto alivio por pensar que sí, al fin, nuestra generación inhumana va a tener algo por lo que luchar, algo por lo que contar batallitas con el pecho henchido.
Pensemos en frío; tal vez sí. Tal vez vayamos a tener nuestras propias historias, al fin y al cabo. A lo mejor terminamos contando, entre balanceo y balanceo, las vicisitudes de una juventud marcada por la crisis, por el Plan Bolonia, por la pornografía de Internet, por la ausencia de canicas los viernes por la tarde.
La juventud sin infancia, la generación perdida, los niños de papá. ¿Os parecen pocas tramas para un buen argumento?
Pues mirad por donde, yo creo que nuestros nietos tendrán pesadillas.

domingo, 28 de septiembre de 2008

Va de masas

Intentando averiguar una buena forma de comenzar esta entrada, he pensado en caer en el tópico de introducir una frase de esas, un “en esta vida hay dos tipos de personas:...”, con su consiguiente desarrollo. Queda bien, esa frase. Uno la pone y se siente erudito. Como diciendo “eh, que yo en mi tiempo libre pienso en estas cosas”. Sí, no hay duda, da un aire intelectual al que lo usa. Habría estado bien, pero luego he pensado que para poder escribirla yo, tenía que rizar demasiado el rizo. Y no, no es cuestión.
Porque es que para mí, no hay dos tipos de personas. Hay más. Muchos más. Quizás seis, quizás seiscientos. No lo sé. Sólo sé lo que las delimita.
Aquello que miran cuando van caminando.
Unos miran hacia el fondo. Esos son los que más me gustan. Se puede mirarlos fijamente, intentando buscar en el reflejo de sus pupilas qué es aquello que les pierde, pero nunca se llega a comprender qué es lo que es. Andan simplemente volando, dibujando la ciudad, flotando sin ningún destino, con la mirada en ninguna parte. A veces creo que no ven, que sólo imaginan. Que repasan la lista de la compra, recuerdan su última conversación con su novia, inventan un final alternativo para ese libro que acaban de leer, piensan en una buena estrategia para no volver a casa... no lo sé. Nunca se sabe lo que puede pasar por sus cabecitas, y es precisamente eso lo que los hace intrigantes, lo que me obliga a escrutar sus ojos en busca de una respuesta.
Otros no despiertan tanto mi atención. Gente que mira escaparates, gente que mira el suelo como si anduviera buscando una piedra que pudiera hacerles caer, gente que mira un plano del metro, gente que mira a su compañero de andares, gente que mira su reloj y acelera el paso, gente con mirada segura, gente con mirada triste, gente con mirada inquieta. Gente, gente, gente. Gente por todas partes. Seis. Seiscientos. Mil seiscientos seis tipos de personas, quizás.

Y ahí es donde uno se encuentra, analizando vidas ajenas, perdido entre miradas que se disparan de un lado a otro y se esquivan. Miradas que pasan rápido y hacen pensar. Es entonces cuando te sientes parte de un todo, en el mejor de los casos. Parte de una masa alienada, si queremos ir más allá y adentrarnos en el terreno más puramente matrix. Hace plantearse cosas. Dan ganas de probar y vestirse diferente, a ver si así todas las miradas –también la de esos que parecen no mirar- van a parar a ti. O eso o camuflarse entre la gente, dejarse llevar, fluir y sonreír con la certeza de que nadie preguntará. O de gritar de frustración. Sí, frustración. Frustración de no poder meterte en la cabeza que existan tantas vidas paralelas, que haya una historia para cada una de las personas que ves por la calle. Que verdaderamente existan. Que haya tantos millones de personas en el mundo y que tú sólo seas una de ellas.

Pero entonces ocurre.
Sí, justo en ese momento en el que casi te has convencido de que eres una motita de polvo en medio de Gran Vía. Justo entonces un par de ojos chocan con los tuyos. Alguien caminando en el sentido contrario. Otro, al parecer, de tu mismo tipo de persona, de ese que “mira miradas ajenas”. Él te escruta, te analiza, te busca. Dura menos de dos segundos, pero durante ese efímero instante, te encuentras. Te ves en una realidad paralela, comprendido. Perdido, pero perdido con mucha gente.
Luego baja la mirada, sigue a lo suyo. En cuatro pasos lo has perdido de vista, y eres plenamente consciente de que no volverás a cruzarte con él. Aunque siempre queda la duda de si serás capaz de reconocerlo si volvieras a verlo, de si volverías a toparte con esos dos ojos curiosos como los tuyos, de si te reconocería. No lo sabes. No lo sabes pero no importa.

Yo miro a la gente.
Me gusta. Me gusta Gran Vía. Me gusta la gente. Me gusta ver tantos pies distintos si observo el suelo. Me gustan los mil seiscientos seis tipos de personas y encontrar de vez en cuando el mío, perdido por las calles de la ciudad. Así que, sin más dilaciones, emprendo la marcha y dejo de darle vueltas al tarro.
Y sonrío, claro que sí.
Al fin y al cabo, sé que a nadie va a sorprenderle mi sonrisa.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

En un mundo de teclados

Es paradójico crear un blog y relacionarlo con la tinta.
Si Shakespeare, Molière, Calderón de la Barca, o cualquier otro gran maestro de la pluma, viera la frialdad con la que ahora escribimos, probablemente se llevaría las manos a la cabeza. O nos arrojaría un tintero a la nuestra, a lo mejor.
No es lo mismo, claro está. Tal vez sea por eso que ya no encontramos esas obras maestras de la literatura en la actualidad. Me paro a pensarlo, de vez en cuando. Antes el oficio del escritor tenía una magia de la que ahora carecemos. Ese momento, creo yo, ese en el que Shakespeare se mordía el labio, suspiraba y hundía con delicadeza la pluma en su tintero. Debió de ser ahí, viendo como su pluma se empapaba, escuchando el pausado goteo dentro del frasco, cuando Hamlet dijo “to be or not to be”. Quizás abrió los ojos de golpe, iluminado, y pegó tal brinco que manchó toda la mesa con el desastre de su pluma. Pero lo escribió, aunque fuera mil veces y con diez tachones por línea. Si algo está claro es que cuando los grandes se inspiraron, sus dedos manchados olían a tinta.
Hoy no. Sabemos, sin embargo que queda algún bohemio, que decide escribir a mano todo lo que luego va a pasar a máquina. Pero son pocos, e igualmente, terminamos todos cayendo en el hastío y recurriendo al recurso más rápido.
Nótese, por cierto, la cursiva en máquina, que siempre me divierte la típica frase de “pasar las cosas a máquina”. No, no nos engañemos. No pasamos las cosas a máquina. Las hacemos en el ordenador. Incluso la máquina tenía más magia que ahora. Con su característico sonido al teclear; martilleante, desquiciante. Mágico, como digo, a fin de cuentas.
Ni eso, conservamos hoy. Los teclados son suaves y cómodos, y no es el papel escrito lo que aparece ante nuestros ojos sino una pantalla blanca, fría, sobria. Y tenemos tal cinismo que nos molestamos en engañar al ojo con un rectángulo que pretende ser un folio. “Vista de impresión”, lo llaman. Curioso.
Pues bien, yo miro la pantalla. Miro, sí. Intento tocarla con mis dedos, pero no se empapan de tinta, ni las palabras se emborronan con el sudor de mi piel. No lo reconozco como mío, no siento que yo lo cree, no lo siento parte de mí. No es tinta, ni papel, lo que llega a mis sentidos cuando huelo el aire. Y no me duele el dedo índice por sujetar la pluma.
Me duele la vista, más bien. Y las dos manos –de ahí que diga ahí arriba que tengo las dos manos manchadas de tinta-. Tinta indeleble. Tinta fría.

Tinta invisible es lo que os dejo, lo que empiezo hoy. Delirios de una pluma sujetada con dos manos.
No huele, no sabe. Pero supongo que es lo que hay.