viernes, 20 de noviembre de 2009

Camina

Sus botas chocaban contra el suelo al caminar. No había nada más. Ningún sonido. Sólo sus botas, sus pasos. Ni coches, ni gente, ni nada que pudiera distraerle de la melodía hipnótica de su camino. Caminaba, a decir verdad, por caminar. No tenía un rumbo fijo; simplemente había caminado hacia delante con la certeza de que así, tarde o temprano, todo pasaría, con la esperanza de que sus músculos entumecidos dejasen de doler.
Eran las tres de la mañana. O las cuatro, quizás. La cuestión es que hacía frío, pero incluso esa era una sensación placentera después de haber malgastado casi tres horas tumbado en la cama, revolviéndose inquieto entre sábanas que se pegaban a su piel. Así que caminó, concienciado en no pensar. Caminó mirando la ausencia de coches en la carretera que seguía, las casas cada vez más alejadas con las luces apagadas. Las tres de la mañana. Las cuatro quizás, sí. Y no había un solo alma despierto.
Excepto él, que caminaba y por primera vez se regocijaba en su propio insomnio, con la vista fija en el frente al principio, observando de reojo los semáforos que cambiaban de color para nadie. Caminó unos 90 minutos. O unas diez horas. O unos diez días. Lo más probable es que sólo fueran sesenta minutos, pero sus ojos cansados y deseosos de cerrarse le impidieron en todo momento mirar al reloj.
No supo por qué paró cuando por fin sus piernas se detuvieron. A lo mejor su cuerpo ya no respondía. A lo mejor fue por su llegada al polígono que le permitía ver toda la ciudad a escala de playmóbil. Pero se detuvo y, despacio, se dejó caer en el bordillo de la acera.
Los semáforos autistas y unas pocas farolas fueron las únicas luces que le devolvieron la mirada. Las casas, y la gente con ellas, parecían haberse apagado.
Poco me importa que digan que tengo un problema por no dormir por las noches”, pensó, apoyando su cabeza entre sus manos, resguardándose del frío en un improvisado abrazo a sus piernas. “El problema lo tienen ellos, si ven cómo está el mundo y aún así logran conciliar el sueño
---
Porque a algunos, a veces, nos cuesta dormir.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Carta a Eva

(...)
A decir verdad, no tengo ni idea de si te has montado alguna vez en un tren de cercanías. Probablemente no, pero pienso que deberías hacerlo. En realidad… qué coño, Eva, creo que es el único lugar del mundo que merece la pena que visites.
Son feos a rabiar y emiten un sonido estridente; por no hablar de sus asientos, que son pura piedra, pero en cuanto se cierran las puertas y el tren avanza… no sé. Tengo la teoría de que ahí se forma un microcosmos. Una especie de universo alternativo, breve e intenso, donde la gente deja de sentirse observada. Es como si existiera algún tipo de consenso social que dijera que todas esas estúpidas normas de comportamiento no han de aplicarse sobre los raíles. Nada de cordialidad, sonrisa pintada, pudor o eso de "encantado de conocerte". En el tren eso da igual. El que quiere leer, no te mirará a la cara. Leerá y punto, no importa que lleve maleta y corbata, pues abrirá su libro de poemas y, por un momento, mandará todo a la mierda.
El que quiera, escuchará música; y probablemente no usará auriculares. Al igual que el que hable por teléfono dejará que sus más privadas conversaciones hagan eco en las paredes del cercanías, perfectamente consciente de que nadie le escucha aunque puedan oirle.
Y mi favorito, Eva, mi favorito simplemente cierra los ojos. Se deja balancear, mecido en el balsámico movimiento del tren sobre la vía, rendido completamente a su momento de soledad, rodeado de gente que, por un momento, parece que ni siquiera exista. Todos, unos y otros, en un consenso absurdo, olvidan y se dejan ser. Se rinden. Tal vez sea porque resulta agotador ser hipócrita las veinticuatro horas al día. Qué se yo.
En cualquier caso, yo soy de esas que en el cercanías irrumpe en su autismo y les observa a todos con los ojos como platos. Por llevar la contraria, supongo.
Lo que quiero decirte es que esto sí deberías verlo. Esto sí, Eva. Esto sí. Porque por unos instantes, ocho minutos, poco más, una mira a su alrededor y recupera la confianza en poder reconocerse en rostros ajenos.
Tal vez sí lo veas. A lo mejor. O quizás, aunque no puedas, sabrás reconocer el silencio por encima de sus gritos.
---Prólogo (J.S)
Novela en construcción =) pero aquí queda esto

martes, 3 de noviembre de 2009

(...) Si perdiera el miedo al papel,
Si me arriesgara en última instancia a dibujar palabras en él y vomitar mi vida a golpe de sílaba,
hallaría ante mis ojos el cuento de una idiota.
Un cuento ridículo de veintisiete capítulos,
uno por cada sonrisa que he logrado aprenderme de tanto observar su boca.
Un par de prólogos más por cada mirada clandestina.

(...) 30/10/2009


No, "un poco de tinta" no ha muerto. Simplemente he estado escribiendo cosas más largas, relatos que, quizás por miedo, quizás por desconocimiento, no he sido capaz de resumir en 500 palabras. Igualmente, si estáis aquí, gracias :) Este blog sigue en mi punto de mira, y supone mucho para mí.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Ilógica

Eva miró por la ventana, empapada por los últimos resquicios de una agresiva tormenta de verano. Apenas podía ver nada a través del cristal; pero el paisaje que se adivinaba se percibía como un retrato surrealista de una ciudad vacía, ilógico.
Ilógico. La palabra se asentó en su paladar al pensarlo, y la estuvo masticando un buen rato. No tardó en volverse incómoda en su boca, y se asqueó hasta escupirla.
-Ilógico –murmuró al fin, sin darse la vuelta para mirar a su interlocutor-. Pero, ¿qué es eso de la lógica?
-Lo natural –contestaron tras de sí-. Lo normal, lo corriente... supongo.
Siguió una gota en el cristal de la ventana con la yema de su dedo, camuflando su silencio entre el repiqueteo de la lluvia.
-No me gusta –dijo-. No me gusta eso de la lógica.
-Bueno, tú siempre has sido un poco especialita.
Su reflejo en la ventana frunció el ceño. Lógica, decían sus labios, moviéndose despacio en el cristal. Lógica.
-Vaya palabra más absurda.
-Déjalo ya.
Pero no paró. Balanceada en la silla que la sostenía a la altura del cristal, Eva esperó a que el sonido de los tacones se alejara. Y se quedó hablando sola, intentando discutir con su reflejo si realmente merecía la pena ser lógica.
Y le dio por recordar. Por cerrar los ojos y percibir olores, y a sentir el frío en su piel, empapada por unos aspersores de madrugada. Y a rememorar el vértigo que supone subirse a un tren.
Su corazón palpitaba deprisa.
-Si la lógica es la realidad tediosa y conformista, si la lógica es mirar por la ventana esperando que las cosas vengan a ti sin arriesgarte a salir a buscarlas, si la lógica es eso...
Sin duda prefería ser ilógica.

jueves, 9 de julio de 2009

La felicidad

Poco puedo decir acerca de la felicidad. Uno nunca sabe si realmente la ha experimentado, o si ha pasado su vida con meros atisbos de alegría sin llegar a conocerla. De todas formas, si se para uno a pensarlo, ni siquiera sabe si realmente puede unificarse un concepto tan abstracto y subjetivo como ese.
No pretendo hablar de ella como si la entendiera. Ni como si la persiguiera. Ni siquiera como si la hubiese encontrado. Sólo diré que las calles de Pamplona, esta mañana, la han dibujado en sus aceras.
No hacía frío, cuando he salido de la estación. No mucho, para lo que es esta ciudad; y me he permitido el lujo de quitarme el jersey rojo y anudármelo al cuello. Y me ha dado por caminar. Caminar y caminar y caminar. Mirando al suelo.
Cuando el mundo pesa, parece más sencillo entretener la vista contando manchas de chicles allá donde pasas, escrutar tus zapatillas sucias y pensar que –menos mal- en casa espera una tarrina de helado de frutas del bosque.
Pero a veces ocurren cosas. A veces escuchas a un niño llamar a gritos a su perro, diciendo “¡Dama, ven aquí!”, y cuando ves al perro descubres que sí, que es clavado al perro de La dama y el vagabundo. Y te ríes.
Y a veces, si tienes suerte, te encuentras con unos aspersores en pleno funcionamiento y ves, no uno ni dos, sino tres arcoiris en plena calle. Y alzas un poco la vista.
Y a veces, si tienes más suerte todavía, encuentras en tu camino a esa mujer que duerme sobre cartones y que día tras día ves en el mismo lugar pidiendo dinero. Y detienes tu marcha cuando te das cuenta de que llevas un billete en el bolsillo que no sabes cómo ha llegado allí, así que te acercas y se lo das, con una frase estúpida. Con un “ten un buen día, es San Fermín”.
Y todo gira. Todo. Tu concepto de la felicidad si es que lo tenías. Tus prejuicios, tus preocupaciones, tus agobios, tu cansancio, el dolor de tus piernas y el nudo en el estómago. Porque a veces, cuando tienes mucha mucha suerte, una mujer como ella te coge la mano, te mira a los ojos y te dice gracias. Te besa la palma de la mano, obligándote a agacharte y te sonríe sin dejar de repetir gracias una y otra vez.
Le lloran los ojos y a ti, inexplicablemente, también.
Te marchas y piensas que sólo eran cinco euros. Y sigues caminando, pero incluso la hierba se percibe más verde. Y los hombros pesan menos. Y te das cuenta de que te sientes satisfecha de haber pagado cinco euros por ver una sonrisa tan bonita.

Es complicado. Meditar, intentar comprender. Resignarse a lo que hay. Pesa y no entra en tu cabeza.
Pero hay momentos como ese. Y, sinceramente, no tengo ni idea de si una sonrisa vale sólo cinco euros, ni si un beso vale quince céntimos, ni si la felicidad se puede conseguir a base de Häagen Dazs –aunque lo veo altamente probable-. Pero sé que la mera búsqueda de un atisbo de ella convierte el camino en algo mucho más agradable.
Mucho más llevadero.

Merece la pena.
El helado me espera.

miércoles, 10 de junio de 2009

De carcajadas

Cuando la conocí, su pelo aún guardaba restos de tinte de un excéntrico color fucsia. Sus uñas buscaban ir a juego. Y los cordones de sus zapatillas, a menudo desatados.
Yo solía mirarla, por aquello de que llamaba la atención allá donde fuera. Por eso del escándalo que montaba en cada lugar que pisaba, por su risa demasiado fuerte.
La miraba, sinceramente, porque sus ojos se agrandaban al hablar. Como si dijera algo como “eh, tú, ¿a que no te atreves a...?
Lo dijo un par de veces, a decir verdad. Y siempre encontró un no por respuesta. Porque yo era cobarde, y ella... ella había llevado el pelo fucsia.

Recuerdo verla rodando por la hierba, acortando una cuesta a golpe de carcajadas.
Y recuerdo también verla andar y mantener el equilibrio sobre los bordillos, por el puro placer de verme perder los estribos y soltar un “te vas a caer”. Como cada cosa, cada pequeño estúpido detalle que sé que hacía para conocer dónde estaba mi límite. Qué había de hacer hasta sacarme de mis casillas.
Sólo conseguía cabreos tibios, algún que otro grito y que la llamara loca, dos o tres veces al día, pero poca cosa más. Era inútil enfadarse con ella, que sólo sabía reír y hacerme perder los papeles, tironeando de mí tras habernos jugado la vida en un paso de cebra. Gritando “¡La ciudad es nuestra!”. Era inútil hacerle comprender que no todo era tan sencillo, que no todo provocaba risa. Era inútil intentar que entendiera que, en medio de la Gran Vía, no estaba bien que me diera un beso.
-¿Es porque soy una chica?
Inútil, porque estaba loca.
-No –dije-. Es por tu pelo rosa.
Y así se quedó todo.

Hoy no tengo la más mínima idea de qué color es su pelo.
Ni si ha aprendido que debería atarse los cordones y esperar a que los semáforos se pongan en verde para cruzar. No sé nada de ella, pero recuerdo esos detalles absurdos que la hacían ser tan extravagante y que hoy, sin saber por qué, me arrancan a mí una sonrisa.
-Maldita loca –murmuro, sin venir a cuento, cinco o seis años después, harta de ver cómo los segundos pasan despacio en el semáforo en rojo-. La ciudad es nuestra.
-Hoy es tuya –me parece oír, salido directamente de sus labios en mi oreja.
Me parece oírla, sí. Así, segura e irracional como siempre, como murmurando “¿a que me echas de menos?
Echo a correr, la luz todavía roja iluminando la carretera. La noche es mía, y estoy harta de morder mis carcajadas.

-Pues sí, loca. Pues sí.

jueves, 4 de junio de 2009

La buhardilla

Ayer, con la cabeza asomada a través de la ventana de mi buhardilla, él -que compartía conmigo el lugar de descanso- me preguntó por qué nunca escribo en primera persona.

Y yo, aprovechando nuestras vistas, le hablé del cielo. Quizás para distraerle, quizás en un frustrado intento de responder. Le hablé de la hierba que se adivinaba bajo nuestras cabezas. E incluso le confesé algún que otro sueño entre teja y teja, más allá de donde alcanza mi imaginación.

Le relaté también mis noches, sentada sobre el tejado, contando estrellas y probando a capturarlas con mis ojos de gato. Le conté que nunca había conseguido tocarlas con mis dedos, pero que éstos se impregnaban de la noche y sólo sabían escribir sobre la luna.

Creo que no comprendió ninguna palabra de lo que le dije, porque una vez más no hablé de mí. Yo no confieso, sólo escribo, sólo cuento mentiras.

Y eso es lo que hice. Me inventé un personaje que hablara por los dos, pero se quedó dormido esperando su guión. Y nosotros, desde la buhardilla, sólo pudimos hablar del cielo.

Ayer, con el anochecer acariciando cuatro manos aferradas a las tejas, me preguntaron por qué nunca escribo en primera persona. Y yo, como os digo, me quedé en blanco.

domingo, 24 de mayo de 2009

Jueves

Una de esas tardes de jueves, una de esas en que volvía del trabajo con la cartera en la mano y el abrigo protegiéndole de los primeros indicios de lluvia, se encontró de frente con todas sus mentiras.
Alejandro era un hombre seguro, de esos que no necesitarían utilizar corbata para caer bien al jefe. De esos que jamás perdían la sonrisa. Adicto al trabajo, a la cafeína, a los sillones reclinables y el periódico en su versión en papel. No podía decirse que tuviera tiempo para nada, y las manecillas de su reloj le impedían mirar más allá de su reflejo en el cristal de la ventana.
Por eso no esperó encontrárselas, a todas sus mentiras, hundidas en el fondo de un charco en la Calle Mayor. Descompuestas, asfixiadas. Pero vivas.
Se detuvo a mirarlas, a medio camino de abrir su paraguas. Observó su propia cara dibujada en el agua, entremezclada con ellas. Su ceño se frunció, pero no por sorpresa. Sabía que volverían, aunque no tenía muy claro cómo saludarlas, qué decirles, y si era demasiado tarde para pedir que se fueran. Estaban todas, y recordaba con total perfección el momento de formularlas.
Podía leerlas. Un “me valgo solo”, nadando prácticamente en la superficie, compartiendo agua con un par de miradas frías, veinticinco abrazos no dados y diecisiete carcajadas.
En el fondo, agonizantes, un “no me importa”, un “estoy bien” y un “ya no te necesito”.

Llovía.

Abrió el paraguas.
Pisó sus mentiras y mojó sus zapatos. Hablaría con ellas, más tarde; cuando el fondo de un vaso le pidiera explicaciones. Una tarde de jueves no tenía tiempo para leer sus palabras empapadas de lluvia. Y ni mucho menos para buscar las verdades que no llegó a decir, escondidas probablemente bajo la rueda de algún coche.
A sus treinta y siete años, ni siquiera sabía cómo se escribía un “abrázame”. Ni mucho menos un “llueve y tengo frío”, ni jamás en su vida había escuchado un “perdóname”. Era tarde para rescatar frases, pedir un abrazo o invitar a una caña. No era el momento de hacer una llamada, hablar de tonterías, recordar estupideces y confesar, entre anécdota y anécdota, algo tan simple como un “a veces, en la oficina, yo también me siento solo”.

La lluvia caló sus calcetines. Su paraguas. Sus treinta y siete mentiras. Su ciudad, su maleta y el sabor a vida.
Empapó su sonrisa.
Repiqueteó sobre los charcos.

Y él se fue.

sábado, 16 de mayo de 2009

Tú. Sí, tú.



Porque, en el fondo, no somos tan diferentes.

Y no, no hablo sólo por mí, pero ya se sabe: una siempre mira primero a aquello que encuentra en el espejo. Me pregunto cuántos de nosotros se cubren con gafas de sol los rostros transparentes. Me lo preguntaba ya, pero el "hombre invisible" al que he tenido el placer de conocer hoy ha renovado mis inquietudes.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Naufragio

Cubrió aún más sus brazos del frío de la noche, sus pies jugando con los dibujos de una alcantarilla. Los ojos del que la miraban se le antojaban como un mar negro. Una especie de naufragio tranquilo, apaciguante.
-¿No tienes miedo?
Deseó decir que no.
-¿Miedo a qué?
-A los desconocidos.
Se preguntó si el mar negro se fundiría también en el charco de la alcantarilla. Negro, sí. Como el cielo, como el suelo. Como sus ojos y su chaqueta.
-Todos somos desconocidos –murmuró, pausada-. Tú y yo. Y esos de allí. Y todos. ¿Lo entiendes? Nadie sabe nada.
-¿Nadie?
-No.
Silencio. Noche y hielos bailando en un vaso. Murmullos, quizás, de una fiesta no muy lejana. El eco de un par de besos y un “vámonos de aquí, hace demasiado calor”. El eco de “¿cómo coño te llamabas?”, carcajadas y trompicones en las escaleras.
-Todos somos desconocidos –repitió él sus palabras, tratando de digerirlas entre hielo y ginebra.
-Sí. Pero algunos saben lo suficiente de ti como para hacerte daño. Y tú... –rió, con la vista en el suelo- tú no sabes nada.
-Entonces ¿a quién tienes miedo?
Más silencio. O más ginebra. O más naufragio en escala de grises en una noche absurda y larga.
-¿Tienes miedo a los conocidos?
-Tengo miedo... –comenzó, notando el hielo deshacerse en las yemas de sus dedos-... tengo miedo a tener miedo.
Él resopló, estirando sus piernas. Se levantó del improvisado asiento en el bordillo de la acera.
-Estás como una puta cabra.
Toda una sentencia.
Y sí. Como una puta cabra sentada en la acera. Como una puta cabra en medio de la nada.
Como una puta cabra, suicida en un naufragio de alcantarillas.
-¿Y qué?

jueves, 7 de mayo de 2009

Grita

El G20 estuvo plagado de comentarios en Twitter. Y lo que es más, invitaron a 50 blogueros de distintos países a cubrir las noticias. Es impresionante descubrir los comentarios de Ignacio Escolar, leerle en plena cumbre, hablando de que el G20 es "como una cebolla", y no dejando títere con cabeza.
Pero aún más impresionante es comprobar cómo todos hicieron uso de sus teléfonos móviles para comunicarse por microblogging, leer comentarios avisando de un cambio de itinerario de los policías. "Ver" a la gente exaltarse, gritando "¡fiesta en el banco, esta noche!", horas antes de una nueva manifestación.
Es impresionante. Y quien diga que los medios son fríos nunca ha entrado en una red social. Gente desconocida, gente que jamás hablaría entre sí, comentando en una misma línea como si se conocieran de toda la vida. ¿Quién hablaba de que éramos una generación sin esperanza? Nos reunimos en todos los países, unidos por una causa común -que, ¿cómo no? es de índole económica-, aprovechando nuestros medios para lograr nuestros objetivos.
Hemos cambiado el megáfono por el Twitter. Pero las pancartas siguen ahí. Y los gritos. Y las ganas de cambiar el mundo.
Que vayan a otra a contarle eso de que nuestra generación no lucha ni llora ya por nada.
Que vayan a otra porque yo no me lo creo.



Pd: Os dejo, ya que estoy, un link a una imagen preciosa que he encontrado en Flickr. No podéis perdérosla. La habría puesto aquí pero cualquiera se fía...

jueves, 30 de abril de 2009

Realista

Una vez, un amigo suyo que doblaba su edad –o quizás la triplicase-, le dijo:

-Escribir un libro de fantasía, un mal libro de fantasía, es sorprendentemente fácil. Te metes en un embrollo, sitúas a tus personajes al borde de la muerte y ¡zás! –chasqueó los dedos-. Aparece un dragón, o un ejército de elfos y los salvan a todos.

Se le escapó una sonrisa y bebió de su copa, acomodándose en su silla.

-Muchas veces –continuó él, pinchando tres aceitunas con un único palillo-, muchas veces nos dejamos llevar, ¿sabes? Escribimos y escribimos sin pensar y para cuando nos damos cuenta, es imposible sacar a los personajes de ahí y que resulte creíble. Pero eso, chica... eso en la novela fantástica no pasa. A nadie le importa si es creíble o no. Si metes a un híbrido entre elefante y hada y además consigues que saque fuego por la boca, les va a importar un comino si la actitud de tus personajes responde a la normalidad.

Ella llevaba ya un tiempo observando las arrugas en la frente de su amigo. Su pelo cano, dibujando la sombra de sus orejas. Comía las aceitunas como si no hubiera nada detrás, como si tuviese todo el tiempo del mundo. Masticando despacio, con la vista puesta en el palillo y en el platito de variantes, planeando un próximo movimiento.

-¿Y qué ocurre con la novela realista? –se le ocurrió preguntar.

Él se detuvo. Arqueó sus cejas y se inclinó hacia la mesa.

-¿Te refieres a qué ocurre si se te va la mano en una novela realista?

Asintió con vehemencia y curiosidad. Con la extraña sensación de que ya conocía la respuesta, pero ansiando escuchar algo distinto.

-Pues ocurre lo que tiene que ocurrir –finalizó, tras un rato de silencio jugando con las servilletas de papel-. Eso es lo malo.

Ella parpadeó un par de veces, con la vista fija esta vez en la mesa que los separaba, masticando sus palabras, tratando de comprenderlas.

-No entiendo –confesó al fin, rendida.

-Es sencillo. La novela realista es eso, realista –explicó, y tosió frenético al atragantarse con una aceituna. Tomó aire, abanicándose con la servilleta usada. Prosiguió-. Si encierras a tu personaje con un par de secuestradores que pretenden matarle, no puedes esperar que se salve de ellos a lo Indiana Jones. ¿Me sigues? No puedes, no es natural. No al menos si quieres que la gente lo vea creíble.

Creíble. Normal. Realista. ¿Natural?
Las palabras pesaban en su cabeza y carecían de sentido. Todo se mezclaba en un torbellino de estupideces y sintió que a ella también se le atragantaban las aceitunas. Se dejó caer despacio, sorprendida ante la cantidad de cosas que no lograba comprender.

-¿Y por qué el hecho de haya quien pueda querer matar al personaje es natural? O realista. ¡O normal!

Se acabaron los variantes. Él la miró con cierta condescendencia. Era escritor, a fin de cuentas, y ella sólo era una chica con demasiadas preguntas. Explicárselas todas era inviable. Dejarle en blanco era cruel.

-La novela realista –concluyó al fin, llamando la atención de un camarero para pedirle la cuenta-, responde a la realidad. Eso es todo. Buscarle la lógica a sus argumentos supone buscarle la lógica a la vida.

No se quedó satisfecha. Tamborileó con sus dedos en la mesa y masculló para sus adentros:

-Veo más lógica la aparición de un ejército de elfos.

El escritor sonrió, sus dientes coronando una sonrisa cansada.

-Y probablemente lo sea. Pero la novela realista no va de naturalidad, ni muchísimo menos de lógica –dijo-. Va de la vida. Por eso, a veces, es tan absurda.

Apuró la copa antes de levantarse. Él llevaba una pluma en el bolsillo de su chaqueta. Ella, una libreta en su bolso.

De repente, se cuestionaba por qué quería escribir.

lunes, 27 de abril de 2009

El gato

Estando de viaje, me encontré en las escaleras de un hotel a un gato que asomaba su hocico de entre los arbustos. Me gustan los gatos, así que mi deseo de acariciarle superó mi miedo a un arañazo. Me agaché, y aguardé de cuclillas a que el animalito se atreviera a acercarse. Por experiencia, diré que acercarse a un gato no es una buena idea –siempre huyen-. En cambio yo fui paciente. Esperé un buen rato, silbando despacio y con mi mano tendida, moviendo los dedos. Debió de tentarle, porque poco a poco se acercó olfateando el aire hasta llegar a mi mano. Comprendió al instante que no tenía comida.
Me miró y, en lugar de alejarse de mí, acarició mis dedos con su cabeza. Algo se movió por dentro, ya en ese preciso momento en que el gato –un ser supuestamente no racional-, pidió cariño de una desconocida. Alguien que, para más INRI, ni siquiera es de su especie.
Acaricié sus orejitas durante un buen tiempo, disfrutando de un tímido ronroneo que se dejaba oír bajo el bullicio de la ciudad. Alzaba su cabecita, con los ojos cerrados, en busca de más. Pero yo tenía que irme y, con una sensación extraña, tuve que detener sus mimos.
Me alejé despacio, para que no se asustara, y el pobre bicho se quedó mirándome como si no entendiera. A fin de cuentas, era comprensible su desconcierto. Yo había sido especialmente persistente para conseguir su atención y, una vez que había conseguido derruir su desconfianza animal, lo dejaba abandonado en medio de la calle.
Me marché, pero caminé mirando hacia atrás, con la vista puesta en sus movimientos. El gato no regresaba a su arbusto, sino que permanecía en medio del gentío, a pocos pasos de la carretera y completamente expuesto a la gente que caminaba sin prestarle atención. Le vi, incluso, acercarse a sus piernas en busca de esas caricias que yo le había ofrecido.
Aún hoy no logro comprender por qué me alejé con un nudo en la garganta. Y menos aún por qué no consigo sacarme de la cabeza mi encuentro con el gato. Quizás fuese culpabilidad, por hacerle salir de su escondite y dejarle expuesto. Quizás fuese por sentirme egoísta al pensar que, por unos minutos de cariño a ese animal claramente abandonado, iba a solucionar algo en su vida.
O quizás porque, en el fondo, yo también he sido ese gato perdido en medio de una calle llena de gente que no mira el suelo; y tenía unas irrefrenables ganas de abrazarlo y llevármelo conmigo.

Sea como sea, he necesitado describirlo para quitarme esta sensación tan espantosa. No pretendo darle más vueltas de las que merece. No es ni el primer ni el último animal abandonado que me topo por el camino, y no tiene sentido torturarse pensando en qué será de él.
Sólo puedo añadir que tenía una mirada preciosa.

El marcapáginas

Este marcapáginas que ha comenzado a hablar hoy es el mío. Poco nuevo tiene que añadir, quizás, pues no conoce más que el débil criterio de una persona que apenas comienza a leer. Pero es mi marcapáginas, al fin y al cabo; y, revoltoso en mi estantería, pide a gritos un poco de protagonismo en este mundo de plumas.
Y, en fin, ¿quién soy yo para decirle que no?

(...) http://el-marcapaginas.blogspot.com Un blog sobre literatura, que empecé ayer. Veremos a dónde me lleva. De momento, ilusión hay -y mucha-. Críticas de libros, acontecimientos, etc. Todo lo que se me ponga al alcance.

:D y sí, esto es autopublicidad o algo así, pero por algo se empieza...

martes, 21 de abril de 2009

Hora de despertar

Se despierta como cada mañana. Aprieta sus párpados negando a sus ojos la luz de un nuevo día. Mientras, sus pequeñas manos se estiran bajo las sábanas.
El aire huele ya a café, a tostadas con un poco de mantequilla (sin mermelada, para poder untarla en la leche), a ventana que se ha quedado abierta y a lluvia fría.
Sabe lo que le espera cuando abra los ojos, así que deja que los últimos resquicios de un sueño a medio terminar se fundan en su boca dejando un regusto amargo.
Cuando abra los ojos, piensa, sonreirá feliz. Recordando que lo tiene todo a su alcance y que todo está bien. Recordando que todo es como debería ser, como siempre ha sido. Saboreando esos pequeños momentos que sabe que puede tener, e ignorando lo que debe ser ignorado.
Cuando abra los ojos, piensa de nuevo, todo irá bien. Esa pesadez en la boca de su estómago desaparecerá. No recordará, ni deseará, ese beso que imaginó. Ni ese futuro que por un momento deseó. Olvidará el vestido que soñó que llevaba, sus tirabuzones cosquilleando en su cuello. Olvidará esa sensación.
Cuando abra los ojos, recordará que así y sólo así es libre. Libre como un pájaro. Libre como un pájaro que jamás ha batido sus alas y, un día, alguien decide que por tener la jaula abierta ya puede emprender el vuelo.
Libre como un pájaro que ni siquiera sabe que puede volar.

Su mano recorre a tientas su mesilla en busca del velo, aún sin abrir los ojos. Sus dedos palpan la tela.
Es hora de despertar.

jueves, 16 de abril de 2009

Mi frenesí

Calderón de la Barca dijo que era un sueño. Y un frenesí, y una ilusión. Shakespeare –y que me perdone la literatura inglesa, pero prefiero al primero sin ninguna duda-, dijo que era “un cuento contado por un idiota. Lleno de ruido y furia, que no significa nada”. Otros, que es un camino. Otros, un valle de lágrimas.

Y si de algo me doy cuenta releyendo todas estas contradictorias citas es de que nadie tiene ni pajolera idea de qué estamos haciendo aquí. Ni Shakespeare, ni Calderón, ni Moliere, ni Platón. Ni yo. Ni tú, probablemente, que me lees desde una pantalla con la mirada cansada de escuchar otra vacía reflexión existencial. Y pese a que se nos avisa en todas partes del sinsentido de todo, unos y otros perdemos nuestro tiempo en intentar encontrar la clave que explique nuestra existencia.

No sé si verlo como algo positivo. Quizás lo mágico del asunto no sea el objetivo de encontrar las respuestas sino el incesante deseo humano de hacerse preguntas. Tal vez. Aunque a lo mejor seríamos más felices si pensásemos “pues vivo, y punto”.

Pero aún así, como decía, nadie sabe nada y todos sabemos lo mismo. Ninguno llegó a abarcar, probablemente, ni una milésima parte de lo que supone vivir y yo, desde este joven teclado, soy plenamente consciente de que nunca lograré comprenderlo. Jamás. Y que no, que probablemente la vida no sea un sueño. Ni un frenesí. Ni un valle de lágrimas. Ni haya nada después, ni tenga un destino escrito, ni sea la reencarnación de un caracol. Ni sea una ilusión ni un cuento.

Pero sé lo que es mi vida hoy. Ahora. En este preciso instante en el que –según Hume y otros fatalistas de su estilo-, no puedo asegurar que dentro de tres segundos no vaya a acabarse el mundo. En este efímero, pequeñito y tonto instante en el que escribo. Sé lo que tengo. Sé lo que hay.

Y que me escuchen los filósofos, a mí, que no tengo absolutamente nada que decir. Porque aunque sea un cuento lleno de furia, sea un sueño, un valle de lágrimas, una copia de un mundo de ideas o una madriguera de conejos, estoy convencida de que merece la pena vivir.

Y eso me basta.

domingo, 12 de abril de 2009

Sólo cerveza


-Hoy he tenido un sueño.
El chico giró su cabeza y la miró.
-Cuéntamelo.
-Me faltaba una zapatilla -explicó ella, con sus piernas colgando al otro lado de la muralla-. Iba por la calle y sólo llevaba una.
-¿Durante todo el sueño?
-Sí.
-Vamos, como Cenicienta -se burló, antes de pegarle un buen trago a su lata de cerveza-. Lees demasiado.
-No como Cenicienta, idiota. Llevaba zapatillas, nada de tacones de cristal.
Él dejó la lata en medio de los dos, sobre la piedra, con la vista fija en lo que podía adivinarse de la ciudad. Tenía sentido; ella nunca se habría calzado unos tacones. Aunque nunca últimamente se antojaba una palabra carente de lógica, y ya no se atrevía a asegurar nada en absoluto.
-Pues vaya mierda de sueño -sentenció.
Vaya mierda. Sí. Y vaya mierda de día sin nubes, sin noches de tormenta con alcohol en la cabeza y manos por todas partes. Vaya mierda de botones que no se desabrochaban con urgencia. Vaya mierda de día seco y alegre, con sus manos demasiado separadas y con la única esperanza de un "¿recuerdas eso de...?" que nunca llegaba.
Vaya mierda, repitió por dentro. Y tuvo que contenerse para no escribirlo también en la piedra.
-Qué más da -dijo ella y, con un último sorbo, acabó con la lata compartida-, sólo fue un sueño.


jueves, 9 de abril de 2009

...

Hay algo de mágico en ese ritual. En ese momento en el que me acuesto en mi cama y, tapada por mis mantas, alzo el brazo hasta dar con un libro. Justo en ese instante en el que todo desaparece, mis extremidades pesan y me dejo mecer por la quietud de mi soledad, por el electrizante contacto de mi piel con el papel. No es más que un poco de tinta y, sin embargo, podría ser comparable con una droga. Suelo asociarlo con la cafeína: me despierta, me aporta la fuerza que necesito para enfrentarme a salir fuera y ver la vida desde una perspectiva distinta. Sin ella, me hundo en el sopor.
A veces, ni siquiera eso basta. Como todas las drogas, llega un momento en que la dosis resulta insuficiente y el adicto palpa la estantería con manos temblorosas en busca de algo más, hasta dar con una libreta y un bolígrafo. Es entonces cuando descubre que no hace falta tinta para que una historia viva en su cabeza, cuando se da cuenta de que la fantasía nace más allá de nuestros ojos. No busca las historias; ellas le buscan a él. Y cuando le encuentran, los personajes nacen y dan patadas dentro de él, gritan, estremecen sus oídos y la situación se torna tan insostenible que necesita desahogarse con papel y tinta.
Nunca muero por esta clase de sobredosis. Jamás resulta suficiente.

5/1o/2oo8

domingo, 5 de abril de 2009

Humo

Ordenaba tímidas migajas que asomaban de entre ceniceros. Las escondía tras sus mangas, cuando no la miraban. Desechaba aquellas inservibles y, las otras, al llegar a su buhardilla, las guardaba en un calcetín bajo la almohada; como cualquier otra chica habría guardado sus joyas más preciadas.
No eran más que colillas, muestras desgastadas que otros labios ya habían sabido degustar, pero las coleccionaba a escondidas con el corazón martilleando su pecho.

De noche, aprovechaba el tenue palpitar de la llama de una vela para así esconder su fechoría. Se sumergía en sus sábanas y, con manos temblorosas, sacaba su tesoro del viejo calcetín. Las observaba, despacio. Las tocaba. Las acercaba a su nariz y las olía.
A veces, incluso, se las llevaba a la boca y cerraba los ojos. Le gustaba imaginar quién podría haber besado ese cigarro.
Imaginaba a esas señoras elegantes de la cafetería, a esos chicos felices que, una vez fumado, tiraban el cigarrillo al suelo y lo aplastaban con sus zapatillas. Imaginaba a ese hombre, al de la barra, ese que bebía tanto y hablaba tan poco. Los imaginaba e imitaba y, en ocasiones se dejaba llevar por la fantasía y se veía a sí misma. Ella, en la cafetería, con su propio mechero, dejándose llevar por el aroma del tabaco.
Acercaba su boca a la llama de la vela, con el sigilo de quien sabe que debería sentirse culpable. Esperaba unos segundos a que prendiera el cigarro, pero terminaba apartándose asustada antes de que ocurriera. Apagaba la vela deprisa y se acostaba con el corazón en un puño.

Pero un día lo hizo. Convencida de que ya no era una niña, envalentonada ante la angustiosa impresión de que los días se le escapaban y que ya era hora de probar algo. De sentir que existía algo más. De probar de una vez a qué sabía un cigarrillo.
Esperó lo suficiente frente a la llama, mientras su mente volaba escapando de su cama. Aspiró y el humo abrasó su garganta.
Pero quemó sus ilusiones al comprender que el cigarro no sabía a labios, ni a bares, ni a alcohol de ese que cura las penas a los hombres de chaqueta. Sabía a humo. Humo que prendía en llamas su interior y se esfumaba tan pronto como había venido. Incorpóreo. Doloroso. Sabía... sabía... sabía a domingo, a fuego, a tabaco. A tabaco y nada más.
Tosió con fuerza, escondió el calcetín bajo el somier y sopló sobre la vela.
"Fumar no es cosa de niñas", murmuró encontrando el sueño, con la nariz hundida en la almohada. "Y soñar tampoco"

sábado, 14 de febrero de 2009

Un viejo desconocido

Cada noche, a la misma hora, un buzón se abre y cierra. La fricción del metal grita de angustia. Cada noche; a eso de las diez. Nadie ve quién busca correspondencia en ese viejo buzón.

El culpable del escándalo no es más que un hombre que no se deja ver. Un hombre invisible, que pasea entre la gente con la altanería y la distancia de quien se sabe invulnerable, que alardea de su condición anónima y saborea su propia mentira. Un hombre que tacha su nombre con tinta azul, indeleble, mientras padece la perplejidad ajena con cierta satisfacción. Parece cómodo esconderse en ropa de personajes que sólo existen en su imaginación, hablar palabras que jamás saldrían de su boca.

Pero dicen, aquellos que creen haberle visto alguna vez, que cada noche tira piedras a su propia ventana. Que grita su nombre y se busca por los callejones, entre los tejados, en los contenedores. Dicen que todos los días se escribe cartas a sí mismo y que nunca obtiene su respuesta. Que no cesa en el intento y que desespera. Que busca cada día en su buzón vacío, sus manos transparentes tintándolo todo de azul.

Cuentan también que, si se mira en el espejo, él tampoco puede verse. Que por mucho que mueva sus extremidades o haga muecas, su reflejo sigue ausente. Y es que nada ni nadie le devuelve la mirada cuando se busca en un espejo. Quizás, simplemente, no estaba preparado para ser invisible también ante sus ojos. Por eso los días se le escapan, y sus dedos invisibles no pueden aferrarse a nada que no sean esas incesables cartas a un destinatario sin nombre ni apariencia.

Por el día, disfruta de la hazaña de verse irreconocible ante los ojos ajenos, camuflando su secreto con el buzón. Ocultando el desasosiego que cada noche le produce mandar cartas a un verdadero desconocido.

sábado, 3 de enero de 2009

Be yourself, everyone else is already taken

“Sé tú mismo, todos los demás ya están cogidos”, así, en una traducción demasiado rápida. Me gustó en su día cómo sonaba esa frase de Oscar Wilde, por lo que asimilé su contenido de manera torpe y me quedé conforme con un concepto vacío e infantil, que relacioné con el ansia de autenticidad. Me bastó con eso, y no quise darle más vueltas.
Claro que la segunda parte de la frase pasó tan desapercibida que hoy, al releerla, me sorprendía con cada letra. El único motivo a ser nosotros mismos es, precisamente, que no nos queda otro remedio que serlo.
Me ha hecho sonreír, y recordar con cierta ironía cada momento en el que he procurado mimetizarme por miedo a ser distinta. De alguna manera, el ansia de mimetismo también me hacía diferente.
Te lo conté todo, ¿te acuerdas? No, supongo; no te acuerdas. En realidad, sé que ni siquiera me escuchabas. Tú hablabas de cosas distintas y me obcequé en comprenderte. A día de hoy, todavía no te entiendo. Cuando se cierran las puertas del tren, mis manos no atraviesan el cristal y nos perdemos –las tres- hasta que no te encuentro.
Me obcequé también en echarte de menos y, a decir verdad, el esfuerzo hace que de vez en cuando me falte tu compañía, pero sigo sin adivinar dónde puedo encontrarte si te necesito. A lo mejor ya no hace falta. La ilusión ya es sólo recuerdo y nada importa. Hablas y tu voz se pierde entre gritos y música, entre gente que me hace reír, entre canciones que ya no relaciono contigo y noches sin dormir.
Hay veces en las que yo todavía intento escucharte; pura inercia. Cuanto más lo hago, más me doy cuenta. Eres tan diferente que me asusta descubrir lo solos que estamos.
Soy irremediablemente distinta, y el haber querido amoldarme me ha hecho todavía más opuesta. Me radicalizo al desistir y darme cuenta de que no me reconozco. Supongo que todo se basa en eso; ya lo dijo Wilde. No puedo cambiar cómo soy, y tú no lo harías aunque pudieras.
Las sonrisas congeladas se derriten en mis manos.
Estoy cansada de mirar hacia otro lado y seguir riendo tus frases vacías.

Necesito palabras nuevas que añadir a mi repertorio de recuerdos. Necesito gritar incoherencias con gente que las entienda. Necesito música, insomnio voluntario, noches interminables y risas gratuitas. No quiero otro rompecabezas.
Deberías comprenderlo, ¿sabes? Deberías ver lo mismo que yo, aunque nuestras miradas sólo se choquen con espíritu de reproche.
Inténtalo tú, si puedes.
Yo ya no tengo remedio.