Una vez, un amigo suyo que doblaba su edad –o quizás la triplicase-, le dijo:
-Escribir un libro de fantasía, un
mal libro de fantasía, es sorprendentemente fácil. Te metes en un embrollo, sitúas a tus personajes al borde de la muerte y ¡zás! –chasqueó los dedos-. Aparece un dragón, o un ejército de elfos y los salvan a todos.
Se le escapó una sonrisa y bebió de su copa, acomodándose en su silla.
-Muchas veces –continuó él, pinchando tres aceitunas con un único palillo-, muchas veces nos dejamos llevar, ¿sabes? Escribimos y escribimos sin pensar y para cuando nos damos cuenta, es imposible sacar a los personajes de ahí y que resulte creíble. Pero eso, chica... eso en la novela fantástica no pasa. A nadie le importa si es creíble o no. Si metes a un híbrido entre elefante y hada y además consigues que saque fuego por la boca, les va a importar un comino si la actitud de tus personajes responde a la normalidad.
Ella llevaba ya un tiempo observando las arrugas en la frente de su amigo. Su pelo cano, dibujando la sombra de sus orejas. Comía las aceitunas como si no hubiera nada detrás, como si tuviese todo el tiempo del mundo. Masticando despacio, con la vista puesta en el palillo y en el platito de variantes, planeando un próximo movimiento.
-¿Y qué ocurre con la novela realista? –se le ocurrió preguntar.
Él se detuvo. Arqueó sus cejas y se inclinó hacia la mesa.
-¿Te refieres a qué ocurre si se te va la mano en una novela realista?
Asintió con vehemencia y curiosidad. Con la extraña sensación de que ya conocía la respuesta, pero ansiando escuchar algo distinto.
-Pues ocurre lo que tiene que ocurrir –finalizó, tras un rato de silencio jugando con las servilletas de papel-. Eso es lo malo.
Ella parpadeó un par de veces, con la vista fija esta vez en la mesa que los separaba, masticando sus palabras, tratando de comprenderlas.
-No entiendo –confesó al fin, rendida.
-Es sencillo. La novela realista es eso,
realista –explicó, y tosió frenético al atragantarse con una aceituna. Tomó aire, abanicándose con la servilleta usada. Prosiguió-. Si encierras a tu personaje con un par de secuestradores que pretenden matarle, no puedes esperar que se salve de ellos a lo Indiana Jones. ¿Me sigues? No puedes, no es natural. No al menos si quieres que la gente lo vea creíble.
Creíble. Normal. Realista. ¿Natural?
Las palabras pesaban en su cabeza y carecían de sentido. Todo se mezclaba en un torbellino de estupideces y sintió que a ella también se le atragantaban las aceitunas. Se dejó caer despacio, sorprendida ante la cantidad de cosas que no lograba comprender.
-¿Y por qué el hecho de haya quien pueda querer matar al personaje es natural? O realista. ¡O normal!
Se acabaron los variantes. Él la miró con cierta condescendencia. Era escritor, a fin de cuentas, y ella sólo era una chica con demasiadas preguntas. Explicárselas todas era inviable. Dejarle en blanco era cruel.
-La novela realista –concluyó al fin, llamando la atención de un camarero para pedirle la cuenta-, responde a la realidad. Eso es todo. Buscarle la lógica a sus argumentos supone buscarle la lógica a la vida.
No se quedó satisfecha. Tamborileó con sus dedos en la mesa y masculló para sus adentros:
-Veo más lógica la aparición de un ejército de elfos.
El escritor sonrió, sus dientes coronando una sonrisa cansada.
-Y probablemente lo sea. Pero la novela realista no va de naturalidad, ni muchísimo menos de lógica –dijo-. Va de la vida. Por eso, a veces, es tan absurda.
Apuró la copa antes de levantarse. Él llevaba una pluma en el bolsillo de su chaqueta. Ella, una libreta en su bolso.
De repente, se cuestionaba por qué quería escribir.