domingo, 24 de mayo de 2009

Jueves

Una de esas tardes de jueves, una de esas en que volvía del trabajo con la cartera en la mano y el abrigo protegiéndole de los primeros indicios de lluvia, se encontró de frente con todas sus mentiras.
Alejandro era un hombre seguro, de esos que no necesitarían utilizar corbata para caer bien al jefe. De esos que jamás perdían la sonrisa. Adicto al trabajo, a la cafeína, a los sillones reclinables y el periódico en su versión en papel. No podía decirse que tuviera tiempo para nada, y las manecillas de su reloj le impedían mirar más allá de su reflejo en el cristal de la ventana.
Por eso no esperó encontrárselas, a todas sus mentiras, hundidas en el fondo de un charco en la Calle Mayor. Descompuestas, asfixiadas. Pero vivas.
Se detuvo a mirarlas, a medio camino de abrir su paraguas. Observó su propia cara dibujada en el agua, entremezclada con ellas. Su ceño se frunció, pero no por sorpresa. Sabía que volverían, aunque no tenía muy claro cómo saludarlas, qué decirles, y si era demasiado tarde para pedir que se fueran. Estaban todas, y recordaba con total perfección el momento de formularlas.
Podía leerlas. Un “me valgo solo”, nadando prácticamente en la superficie, compartiendo agua con un par de miradas frías, veinticinco abrazos no dados y diecisiete carcajadas.
En el fondo, agonizantes, un “no me importa”, un “estoy bien” y un “ya no te necesito”.

Llovía.

Abrió el paraguas.
Pisó sus mentiras y mojó sus zapatos. Hablaría con ellas, más tarde; cuando el fondo de un vaso le pidiera explicaciones. Una tarde de jueves no tenía tiempo para leer sus palabras empapadas de lluvia. Y ni mucho menos para buscar las verdades que no llegó a decir, escondidas probablemente bajo la rueda de algún coche.
A sus treinta y siete años, ni siquiera sabía cómo se escribía un “abrázame”. Ni mucho menos un “llueve y tengo frío”, ni jamás en su vida había escuchado un “perdóname”. Era tarde para rescatar frases, pedir un abrazo o invitar a una caña. No era el momento de hacer una llamada, hablar de tonterías, recordar estupideces y confesar, entre anécdota y anécdota, algo tan simple como un “a veces, en la oficina, yo también me siento solo”.

La lluvia caló sus calcetines. Su paraguas. Sus treinta y siete mentiras. Su ciudad, su maleta y el sabor a vida.
Empapó su sonrisa.
Repiqueteó sobre los charcos.

Y él se fue.

sábado, 16 de mayo de 2009

Tú. Sí, tú.



Porque, en el fondo, no somos tan diferentes.

Y no, no hablo sólo por mí, pero ya se sabe: una siempre mira primero a aquello que encuentra en el espejo. Me pregunto cuántos de nosotros se cubren con gafas de sol los rostros transparentes. Me lo preguntaba ya, pero el "hombre invisible" al que he tenido el placer de conocer hoy ha renovado mis inquietudes.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Naufragio

Cubrió aún más sus brazos del frío de la noche, sus pies jugando con los dibujos de una alcantarilla. Los ojos del que la miraban se le antojaban como un mar negro. Una especie de naufragio tranquilo, apaciguante.
-¿No tienes miedo?
Deseó decir que no.
-¿Miedo a qué?
-A los desconocidos.
Se preguntó si el mar negro se fundiría también en el charco de la alcantarilla. Negro, sí. Como el cielo, como el suelo. Como sus ojos y su chaqueta.
-Todos somos desconocidos –murmuró, pausada-. Tú y yo. Y esos de allí. Y todos. ¿Lo entiendes? Nadie sabe nada.
-¿Nadie?
-No.
Silencio. Noche y hielos bailando en un vaso. Murmullos, quizás, de una fiesta no muy lejana. El eco de un par de besos y un “vámonos de aquí, hace demasiado calor”. El eco de “¿cómo coño te llamabas?”, carcajadas y trompicones en las escaleras.
-Todos somos desconocidos –repitió él sus palabras, tratando de digerirlas entre hielo y ginebra.
-Sí. Pero algunos saben lo suficiente de ti como para hacerte daño. Y tú... –rió, con la vista en el suelo- tú no sabes nada.
-Entonces ¿a quién tienes miedo?
Más silencio. O más ginebra. O más naufragio en escala de grises en una noche absurda y larga.
-¿Tienes miedo a los conocidos?
-Tengo miedo... –comenzó, notando el hielo deshacerse en las yemas de sus dedos-... tengo miedo a tener miedo.
Él resopló, estirando sus piernas. Se levantó del improvisado asiento en el bordillo de la acera.
-Estás como una puta cabra.
Toda una sentencia.
Y sí. Como una puta cabra sentada en la acera. Como una puta cabra en medio de la nada.
Como una puta cabra, suicida en un naufragio de alcantarillas.
-¿Y qué?

jueves, 7 de mayo de 2009

Grita

El G20 estuvo plagado de comentarios en Twitter. Y lo que es más, invitaron a 50 blogueros de distintos países a cubrir las noticias. Es impresionante descubrir los comentarios de Ignacio Escolar, leerle en plena cumbre, hablando de que el G20 es "como una cebolla", y no dejando títere con cabeza.
Pero aún más impresionante es comprobar cómo todos hicieron uso de sus teléfonos móviles para comunicarse por microblogging, leer comentarios avisando de un cambio de itinerario de los policías. "Ver" a la gente exaltarse, gritando "¡fiesta en el banco, esta noche!", horas antes de una nueva manifestación.
Es impresionante. Y quien diga que los medios son fríos nunca ha entrado en una red social. Gente desconocida, gente que jamás hablaría entre sí, comentando en una misma línea como si se conocieran de toda la vida. ¿Quién hablaba de que éramos una generación sin esperanza? Nos reunimos en todos los países, unidos por una causa común -que, ¿cómo no? es de índole económica-, aprovechando nuestros medios para lograr nuestros objetivos.
Hemos cambiado el megáfono por el Twitter. Pero las pancartas siguen ahí. Y los gritos. Y las ganas de cambiar el mundo.
Que vayan a otra a contarle eso de que nuestra generación no lucha ni llora ya por nada.
Que vayan a otra porque yo no me lo creo.



Pd: Os dejo, ya que estoy, un link a una imagen preciosa que he encontrado en Flickr. No podéis perdérosla. La habría puesto aquí pero cualquiera se fía...