jueves, 9 de abril de 2009

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Hay algo de mágico en ese ritual. En ese momento en el que me acuesto en mi cama y, tapada por mis mantas, alzo el brazo hasta dar con un libro. Justo en ese instante en el que todo desaparece, mis extremidades pesan y me dejo mecer por la quietud de mi soledad, por el electrizante contacto de mi piel con el papel. No es más que un poco de tinta y, sin embargo, podría ser comparable con una droga. Suelo asociarlo con la cafeína: me despierta, me aporta la fuerza que necesito para enfrentarme a salir fuera y ver la vida desde una perspectiva distinta. Sin ella, me hundo en el sopor.
A veces, ni siquiera eso basta. Como todas las drogas, llega un momento en que la dosis resulta insuficiente y el adicto palpa la estantería con manos temblorosas en busca de algo más, hasta dar con una libreta y un bolígrafo. Es entonces cuando descubre que no hace falta tinta para que una historia viva en su cabeza, cuando se da cuenta de que la fantasía nace más allá de nuestros ojos. No busca las historias; ellas le buscan a él. Y cuando le encuentran, los personajes nacen y dan patadas dentro de él, gritan, estremecen sus oídos y la situación se torna tan insostenible que necesita desahogarse con papel y tinta.
Nunca muero por esta clase de sobredosis. Jamás resulta suficiente.

5/1o/2oo8

1 plumas:

Anónimo dijo...

Bendita sobredosis, espero que no te desenganches nunca.