domingo, 5 de abril de 2009

Humo

Ordenaba tímidas migajas que asomaban de entre ceniceros. Las escondía tras sus mangas, cuando no la miraban. Desechaba aquellas inservibles y, las otras, al llegar a su buhardilla, las guardaba en un calcetín bajo la almohada; como cualquier otra chica habría guardado sus joyas más preciadas.
No eran más que colillas, muestras desgastadas que otros labios ya habían sabido degustar, pero las coleccionaba a escondidas con el corazón martilleando su pecho.

De noche, aprovechaba el tenue palpitar de la llama de una vela para así esconder su fechoría. Se sumergía en sus sábanas y, con manos temblorosas, sacaba su tesoro del viejo calcetín. Las observaba, despacio. Las tocaba. Las acercaba a su nariz y las olía.
A veces, incluso, se las llevaba a la boca y cerraba los ojos. Le gustaba imaginar quién podría haber besado ese cigarro.
Imaginaba a esas señoras elegantes de la cafetería, a esos chicos felices que, una vez fumado, tiraban el cigarrillo al suelo y lo aplastaban con sus zapatillas. Imaginaba a ese hombre, al de la barra, ese que bebía tanto y hablaba tan poco. Los imaginaba e imitaba y, en ocasiones se dejaba llevar por la fantasía y se veía a sí misma. Ella, en la cafetería, con su propio mechero, dejándose llevar por el aroma del tabaco.
Acercaba su boca a la llama de la vela, con el sigilo de quien sabe que debería sentirse culpable. Esperaba unos segundos a que prendiera el cigarro, pero terminaba apartándose asustada antes de que ocurriera. Apagaba la vela deprisa y se acostaba con el corazón en un puño.

Pero un día lo hizo. Convencida de que ya no era una niña, envalentonada ante la angustiosa impresión de que los días se le escapaban y que ya era hora de probar algo. De sentir que existía algo más. De probar de una vez a qué sabía un cigarrillo.
Esperó lo suficiente frente a la llama, mientras su mente volaba escapando de su cama. Aspiró y el humo abrasó su garganta.
Pero quemó sus ilusiones al comprender que el cigarro no sabía a labios, ni a bares, ni a alcohol de ese que cura las penas a los hombres de chaqueta. Sabía a humo. Humo que prendía en llamas su interior y se esfumaba tan pronto como había venido. Incorpóreo. Doloroso. Sabía... sabía... sabía a domingo, a fuego, a tabaco. A tabaco y nada más.
Tosió con fuerza, escondió el calcetín bajo el somier y sopló sobre la vela.
"Fumar no es cosa de niñas", murmuró encontrando el sueño, con la nariz hundida en la almohada. "Y soñar tampoco"

5 plumas:

Anónimo dijo...

El humo, como decía una canción de los años 50, ciega tus ojos. Es posible que lo mejor sea soñar despierto, con los ojos abiertos y la luz del día.
Preciosa metáfora.

Unknown dijo...

Soñar no es malo. Uno nunca sabe hasta dónde va a llegar la verdadera realidad. Pero es cierto que hay que saber soñar, con los ojos bien abiertos. Da gusto leerte.

Nahikari dijo...

Enhorabuena, precioso.

anna g. dijo...

Precioso, como ya nos tienes acostumbrados. Ya se echaba de menos leerte :)

Marcos Callau dijo...

Ya lo comenté en la bilbioteca de Alejandria. Maravilloso.